Nos hemos quedado con ganas de más los que asistimos al concierto de la Budapest Festival Orchestra, este fenómeno sinfónico más o menos reciente, en cuya creación se seleccionaron a los mejores aspirantes húngaros con la ferviente intención de dotar a su patria de una magnífica orquesta, y de mostrar sus destrezas a lo largo y ancho del panorama internacional. No cabe duda de que han cumplido su objetivo. También se han propuesto el dar a conocer las grandes obras de sus compositores, y de ahí que nos recibieran con una curiosa página de Dohnányi, un compositor indudablemente eclipsado por las distintas corrientes musicales del siglo XX, pero que merece la pena recuperar de vez en cuando en nuestras salas de concierto.
Se trataba de los Minutos sinfónicos, op. 36, composición en forma de suite, con movimientos en general animados y con preponderancias solistas para lucimiento de algunos componentes. Hemos de destacar al corno inglés, que se marcó unos compases sobrecogedores durante la Rapsodia, recogiendo un momento melancólico que requería un intérprete que supiera otorgar a la pieza un ambiente más íntimo que el del resto de los movimientos. Dirigió con soltura y cierta calma Iván Fischer (aunque en algún momento se le escaparía la batuta de las manos), y nos mostró en esta “pieza preámbulo” su habilidad para sostener un pulso vibrante y para organizar eficientemente los timbres orquestales.
No lo tuvo fácil para acompañarle el Concierto para piano de Schumann a Piemontesi, este prodigio suizo que combina una técnica apabullante con una capacidad inusual para comunicarse con la orquesta y con el público en igualdad de condiciones. Le dio el gusto al rubato ya desde el comienzo de la partitura y hubo algún momento de desajuste a la hora de caer todo el mundo al mismo tiempo. Pero al margen de este detalle, nos encontramos con un pianista que ya desde la enunciación del tema en la menor produjo un sonido amplio y persistente capaz de dejarnos entrever todas las enrevesadas líneas pianísticas por encima de las proyectadas por la orquesta, pero sin ejercer una preponderancia particular. Había comunicación, compenetración y ensayo entre Piemontesi y Fischer, y esto resultó en una interpretación completa y luminosa de este singular concierto. Fuimos deslumbrados por la enérgica cadenza del primer movimiento, y zarandeados sin descanso por las líneas circulares y veloces del Finale hasta el término del concierto. Pedimos más, naturalmente, al término de la obra, y nos concedió Piemontesi una inolvidable, efectista y equilibrada versión de Feux d’artifice, como saben, el último de los Preludios de Debussy.
Con mayor energía, si cabe, fuimos recibidos a la vuelta del descanso. Nos esperaba el enorme Don Juan, de Strauss, op. 20, que no le da respiro ni a la orquesta ni a la audiencia. Ya desde el principio la orquesta supo capturar la esencia o el carácter del singular personaje con una acometida rápida y enérgica, apasionada. Posteriormente nos resultó destacable la calidad tímbrica del oboe, arropado cálidamente por el clarinete y la flauta. También se lució el oboe al inicio de la famosa Danza de los siete velos, otorgando misterio y sensualidad a un pasaje en el que resultaron impecables las flautas, las violas, los contrabajos y la percusión. Tal vez perdió un poco de dirección la pieza en su desarrollo y al final terminamos agradeciendo la irrupción del granuja Till Eulenspiegel, hábilmente representado por la trompa y el clarinete. Habitualmente comparado con el Lazarillo, no corre el alegre Till ni la misma suerte ni el mismo agasajo que nuestro bribón español, y por eso sus tropelías lo llevan a la horca, episodio final del concierto que perfilaron magistralmente los metales.
Al final, sin apenas esperar a que se lo pidieran, resolvieron tres músicos ofrecer una propina de aire folclórico, que sonó escandalosa y destemplada; y con este inesperado colofón concluyó un concierto en general brillante, original y reconstituyente.