El Gran Teatre del Liceu se convierte durante estas semanas en una casa de juegos, de vicios y contradicciones. Manon regresa con un retrato social sin pudores. Esta producción previa del Grand Théâtre de Génova y la Opéra-Cómique de París, actualizada, nos muestra la relación trágica entre la convivencia de la riqueza y la virtud, transportándolo a un escenario en el que la doble moralidad no existe y se perciben las cosas tal y como son. Sin filtros, Olivier Py y Marc Minkowski configuran el tándem de esta coproducción en una exhibición inestable.
Utilizando como referencia cualquier barrio rojo encontrado en nuestro presente, en cualquier parte del mundo, y claramente haciendo honor a la vertiente sexista de la novela, Olivier Py recrea un mundo construido por la miseria de algunos y cincelado al gusto de otros. La virtud y la prostitución se dan de la mano como temáticas centrales, y no es sólo evidente en la escena, sino que están subrayadas hasta el extremo. A la apuesta de Py no le falta de nada. Dejando de lado la coreografiada depravación sexual en primera línea, se presentan vedettes jocosas, trajes de pedrería, iluminación a rebosar, máscaras de la muerte y bolas de discoteca, entre otras cosas. El conjunto final es una mezcla entre el Moulin Rouge de Luhrmann, los casinos de Las Vegas y algún que otro corte de cabaret musical. Todos los recursos a la vez se vuelven excesivos y parecen conseguir un distanciamiento que no tanto una aproximación. Desde luego, la tensión ocular está asegurada por la masividad del uso del neón de Bertrand Killy. Py, conjeturando la plasmación de la doble moral y las pulsiones destructivas, acaba pecando de lo que denuncia; Manon se vuelve sórdida y poco creíble. A pesar de ello, la solución escénica de Pierre André Weitz plasma una unidad entre el imaginario testimoniado y vivido por Prévost y Massenet, donde no hay lugar a las ambigüedades; un bullicioso barrio en el que transita a partes iguales el libertinaje, el poder y la hipocresía. Entre unos escenarios móviles transcurre el proxenetismo o la corrupción, pero también la bondad y la fugacidad de la juventud. La combinación entre lo irónico y la desdicha está conseguida con dificultades, siendo la dramaturgia una carrera de obstáculos, donde en ocasiones las resoluciones son poco viables o incompletas.
Por lo musical, el plano fue muy distinto. Celebrado por todos fue la conjunción de Nadine Sierra y Michael Fabiano como Manon y el caballero Des Grieux, que significaron lo mejor de toda la representación. Sierra representó a una Manon con mucha coloratura y consiguiendo la combinación expresiva entre la fragilidad, el patetismo y lo risueño de sus facetas en el desarrollo. Defendió un registro con experiencia y agilidad en las líneas melódicas, consiguiendo momentos expansivos en los contrastes rítmicos y una más que autosuficiencia en el lirismo de la partitura. Contaba con un compañero que no se quedó atrás en el tratamiento de la profundidad vocal; Fabiano fue sólido, tierno y con una buena transmisión en el fraseo largo. Su proyección sinuosa y el control en la fuerza emotiva fue muy bien recibida, pese a que se esperaba a un Javier Camarena en el papel y que finalmente cayó del programa. Más llana fue la intervención de Alexandre Duhamel como Lescaut, quien consiguió convencer a medias frente a un Albert Casals como Guillot de Morfontaine o a la triada irónica de Inés Ballesteros, Anaïs Masllorens o Anna Tobella como Poussette, Rosette y Javotte.
El foso orquestal tuvo un desarrollo que fue de menos a más en manos de Marc Minkowski, saliendo de su repertorio habitual. Su dirección musical contó con un carácter pasional que sobrepasaba en ocasiones la delicadeza de las emociones sonoras de Massenet, aunque consiguió y mantuvo una heterogénea paleta cromática que toda la orquesta absorbió en un trabajo ostentoso. Como resolución, un lenguaje sonoro de calidad acompañó a las voces junto a un coro que no brilló en exceso, pasando de un color lírico a otro con soltura.
Con merecida justicia, el público se puso en pie delante de una Nadine Sierra que acabó siendo la coronada de la noche por su voz y su interpretación, siguiéndole de cerca un Michael Fabiano que solventó el recuerdo del teatro catalán frente a la pasada Tosca. Manon fue un resultado desequilibrado en elementos; el abordaje vocal de su reparto estuvo por encima del planteamiento escénico, casi salvándolo de lo frívolo. La emancipación de las emociones de los protagonistas de Massenet parecen quedar atrapadas en esta dimensión del conformismo conceptual revestido por corsés, flecos y rótulos de neón.